De Aristóteles a Darwin (y vuelta)
Gilson, Étienne. 1980. De Aristóteles a Darwin (y vuelta). 2ª ed. Pamplona: EUNSA.
La noción de finalidad no ha tenido éxito. Una de las principles causas de la hostilidad de que ha sido objeto es su larga asociación con la noción de un Dios creador y providencial. Ya en las Memorables, I, 4, 5-7, Jenofonte atribuía a Sócrates la idea de que los sentidos del hombre no pueden ser sino obra de un demiurgo inteligente, como aquel a quien Platón, en el Timeo, encargó de la construcción del mundo. A partir de entonces, la prueba de la existencia de Dios por la finalidad no había de salir de la teología. Ya por hostilidad hacia la noción de Dios, ya por el deseo de proteger la explicación científica de cualquier contaminación teológica, aunque sea de teología natural, ya, en fin, por una mezcla de ambos motivos, los representantes de lo que se puede llamar cientificismo coinciden, hoy, en la exclusión de la noción de finalidad.
No tenemos intención de discutir el cientificismo, con su resolución: de no admitir, en ningún orden, ninguna solución a ningún problema que no sea rigurosamente demostrable por verificable por la razón y la observación. El objeto de este ensayo no es hacer de la finalidad una noción científica, cosa que no es, sino hacer ver que es una inevitabilidad filosófica, y, precisamente constante de la biofilosofía o filosofia de la vida.
No trataremos, pues, de teología; si en la naturaleza hay finalidad, el teólogo tiene derecho a apoyarse en este hecho para extraer las consecuencias que de él se desprendan, a su modo de ver, en lo relativo a la existencia de Dios; la existencia de la finalidad en el universo será objeto de una reflexión filosófica propia; sin otro objeto que conformar o informar en cuanto a tal a la realidad. La razón, interpretando la experiencia sensible, ¿concluye o no la existencia de la finalidad en la naturaleza? Sobre esto trata la presente obra.
No es cierto que toda verdad relativa:a la naturaleza sea científicamente demostrable; tampoco es cierto que la razón no tenga nada válido que decir sobre lo que sugiere la experiencia sin poder demostrarlo. Así entendida, la existencia de la finalidad natural parece ser una de esas constantes filosóficas de las que no se puede constatar, en la historia, sino su inagotable vitalidad.
El filósofo que estudia tal problema experimenta el constante escrúpulo de su incompetencia científica en una materia en que la ciencia está directamente interesada. En consecuencia, es para él una gran satisfacción encontrarse en ocasiones con un biólogo consciente de la existencia y naturaleza del problema filosófico planteado por la organización de los seres vivos. Nos permitimos citar la opinión de Lucien Cuénot, de la Academia de Ciencias, sobre el tema preciso que es objeto de nuestro libro: «Cuanto más profundamente se penetra en los determinismos, más se complican las relaciones; y como esta complejidad lleva a un resultado unívoco que la menor desviación puede turbar, nace, inevitablemente, la idea de una dirección finalista; concedo que tal idea sea incomprensible, indemostrable, porque intenta explicar lo oscuro por lo más oscuro; pero es necesaria; es tanto más necesaria cuando se conocen mejor los determinismos, pues no se puede prescindir de un hilo conductor en la trama de los acontecimientos. No es temerario creer que el ojo está hecho para ver.»
Por caminos diferentes, la presente obra llega a la misma conclusión. Entonces, se dirá, ¿no es ésta, pues, original? No, es simplemente verdadera, y puede ser útil repetirla en una época en que es de buen tono filosófico y científico pretender lo contrario. En el Cahier de Notes de Claude Bernard se lee: «La ciencia es revolucionaria.» Yo estoy profundamente convencido de que la filosofía no lo es.