Psicoterapia y Amor Benevolente

Febrero, 2020

La psicología moderna ha ido cobrando conciencia acerca de la importancia de la calidad del vínculo entre el terapeuta y el paciente. Es muy conocido que algunos estudios han atribuido a este vínculo la mayor fuerza sanadora de la psicoterapia, incluso por encima de la destreza técnica y de la orientación teórica del psicólogo. Hay algo en la relación humana que tiene una potencialidad terapéutica, algo que no parece ser fácil de especificar, que va más allá del acierto en las intervenciones o de la elección de las palabras exactas para el momento preciso.

A nuestro entender, esta fuerza sanadora reside en una actitud del corazón, una actitud que no sólo es indispensable para lograr entender verdaderamente al paciente, sino que incluso es decisiva en cuanto a la calidad del vínculo. Se trata del hábito del amor.

Pero no hablamos aquí de ese amor interesado, centrado en uno mismo, que ama mientras se saque algún provecho de lo amado. Hablamos del amor generoso, ese que permite ampliar los límites del interés propio para incluir a otros dentro de lo mío, abriéndonos así al nosotros. Los filósofos han llamado al primero amor de concupiscencia, y al segundo, amor de benevolencia.

¿Será que el psicólogo está obligado a amar con benevolencia, excluyendo toda concupiscencia?, ¿será que el paciente también debe amar con benevolencia a su psicólogo?, ¿será que una relación verdaderamente terapéutica requiere de ese amor que convierte a sus comensales en amigos?

Hablemos primero del terapeuta. Sobre todo, el psicólogo debe amar con benevolencia a su paciente. Primero, porque para ayudarle verdaderamente debe estar más preocupado del bien de su paciente que del suyo propio, evitando así la tentación de utilizar al paciente como trofeo personal o como alimento para el ego. Segundo, porque sólo el amor benevolente permite mirar a la persona verdaderamente, abriéndonos así al misterio del otro, porque sólo descentrado de uno mismo se puede uno concentrar fuera de sí. Tercero, porque gran cantidad de pacientes arrastran graves problemas psicológicos debido a no haber sido amados con benevolencia, en otras palabras, de no haber sido tratados como personas. El paciente no va a sanar de este tipo de problemas sólo con darse cuenta; ante todo necesita tener una experiencia auténtica de verdadero amor. El terapeuta podría convertirse así en la primera persona que le permita sentir el “sabor” del amor verdadero, condición indispensable para aprender a amar a los demás. Por el contrario, si el terapeuta no ama así, el paciente sentirá otro sabor: el sabor del uso. Acostumbrado toda la vida a este sabor, no podrá sanar sus carencias afectivas, sin importar que el terapeuta sea experto en toda clase de técnicas avanzadas.

En este punto podría surgir la tentación de afirmar que el amor de conscupiscencia está absolutamente prohibido para el terapeuta. En realidad, no es así. Al terapeuta le es lícito estar interesado en tener pacientes y en que éstos le remuneren justamente por su servicio. Si no fuese así, los psicólogos no podrían dedicarse a su oficio como una actividad laboral. Además, muchas veces el psicólogo recibe otra clase de retribuciones, ya sea por la gratitud de los pacientes, la satisfacción por haber hecho bien su trabajo, o incluso por haber obtenido alguna experiencia clínica valiosa.

Obviamente todas éstas son cosas buenas que el psicólogo desea para sí: cosas que ama con concupiscencia. No obstante, para que este interés personal no empañe su mirada, este amor necesita estar supeditado al amor de benevolencia; para que el vínculo no se tiña de interés -perdiendo así toda su eficacia- es necesario custodiar la primacía del amor de benevolencia. Del mismo modo que una relación amorosa sólo es fecunda cuando aumenta el y disminuye el yo, el psicólogo sólo podrá hacer un bien verdadero si antepone el bien del paciente por sobre su interés personal.

Ahora bien, por parte del paciente las cosas son distintas. No se le puede criticar por buscar su propio bien, ni por su deseo de alcanzar salud mental, ni tampoco por buscar un psicólogo que se ajuste a sus necesidades. El paciente se ama a sí mismo con benevolencia, y por eso desea interesadamente su salud. Este amor de concupiscencia que el paciente tiene por su propia salud es el motor que le impulsa a buscar ayuda y le sostiene en su compromiso terapéutico. Por eso, mientras el terapeuta represente un bien para él, lo amará y lo visitará. Y si un día considera que el psicólogo ya no es apropiado, dejará de amarlo en cuanto psicólogo y no lo visitará más. Y nada esto es reprochable, ya que el paciente no busca un terapeuta para amarle, sino para recibir algo útil de él: la ayuda necesaria para lograr la salud psíquica.

Problema aparte es cuando el paciente empieza a amar al terapeuta, pero ya no por su competencia como psicólogo, sino por algún rasgo personal que lo hace amable. Entonces el paciente pierde objetividad para discernir si la terapia le está sirviendo verdaderamente, y se mantiene en ella sólo por gratificación afectiva. Considerando que una parte importante de los pacientes tiene alguna inmadurez psíquica, no es raro que esto ocurra. En estos casos, el terapeuta debe ser muy hábil tratando de redirigir el interés del paciente una y otra vez hacia el objetivo original de la terapia: desanudar aquellos obstáculos sensibles que le impiden al paciente actuar según su razón.

¿Es deseable que el paciente ame con benevolencia a su psicólogo? Ya hemos dicho antes que es indispensable que el psicólogo ame con benevolencia a su paciente. Esto no aplica igual para el paciente: el éxito de la psicoterapia no requiere que el paciente ame a su psicólogo con benevolencia. No obstante, nada impide que el paciente, progresivamente, en medida que se siente amado con benevolencia por su terapeuta, se sienta impulsado a corresponder ese amor. En algunos casos este amor se manifiesta en una verdadera preocupación por el bienestar del terapeuta, mediante palabras, gestos de cariño, incluso a veces con pequeños regalos. Estos actos de amor generoso pueden ser vistos como un signo de cierta mejoría del paciente, que ahora tiene la capacidad de salir de sí mismo para pensar en el bien de otro.

Alguno podría ver en este amor alguna amenaza para la terapia, en medida que el paciente empieza a concentrarse en el terapeuta y no sólo en sus propios problemas. Esta situación, lejos de ser preocupante, es claramente un signo de salud mental, en la medida que implica cierta capacidad para salir de sí -capacidad contraria al ensimismamiento característico de la patología mental-. Sin embargo, también es cierto que podría surgir un obstáculo si el nacimiento de este amor benevolente fuese aparejado con una disminución del interés del paciente por su salud mental. En ese sentido, el psicólogo debe colaborar para que el amor de benevolencia que ha surgido del paciente hacia él -en cuanto persona- no nuble el amor de concupiscencia que el paciente debe mantener hacia él -en cuanto terapeuta-. Sólo así la relación terapéutica podrá seguir dando los frutos de salud mental que le son propios.

Es esperable, por lo tanto, que fruto de una buena terapia el paciente no sólo logre la salud mental que buscaba, sino que también surja algún grado de amistad. Y aunque no se trate de una amistad perfecta -porque no goza de plena correspondencia en el grado de intimidad compartida-, nada impide que se le considere una verdadera amistad, pues está fundada en el amor generoso y recíproco de dos personas que comparten la condición de peregrinos en esta vida.

Juan Pablo Rojas Saffie

Psicólogo

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