El lugar y valor de la afectividad en la vida humana

Noviembre, 2024

A menudo se escucha que los filósofos –y creo que muchos tomistas quedarían incluidos– pecan de ser racionalistas, que en ellos el afán de objetividad desplaza la dimensión afectiva a un segundo plano. En esta línea, por ejemplo, Cornelio Fabro en su Libro dell’esistenza e della liberta vagabonda afirma: 

La razón no es un sentimiento, pero hay un sentimiento de la razón y hay una razón del sentimiento. He aquí el ‘complementum animae’, he aquí el desafío de toda la filosofía occidental que es conceptualista y formulista.

Recientemente, también el papa Francisco ha llamado la atención sobre el punto:

El corazón ha tenido poco lugar en la antropología y al gran pensamiento filosófico le resulta una noción extraña. Se han preferido otros conceptos como el de razón, voluntad o libertad. Su significado es impreciso y no se le concedió un lugar específico en la vida humana. Quizás porque no era fácil colocarlo entre las ideas “claras y distintas” o por la dificultad que supone el conocimiento de uno mismo: pareciera que lo más íntimo es también lo más lejano a nuestro conocimiento (Dilexit nos, 10).

Vale la pena recoger aquí la reflexión de un teólogo, quien reconoce que, por el influjo del pensamiento griego, la teología durante mucho tiempo relegó el cuerpo y los sentimientos al mundo de lo «prehumano, infrahumano o tentador de lo verdaderamente humano», pero «lo que no resolvió la teología en teoría lo resolvió la espiritualidad en la práctica. Ella y la religiosidad popular han mantenido viva la relación con los aspectos somáticos, psicológicos, históricos de Jesús. Los Vía Crucis, la devoción a sus llagas, la espiritualidad de la preciosa sangre, la devoción al corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas […]: todo ello ha suplido los vacíos de la teología alimentando la imaginación y el corazón, el amor y la ternura para con Cristo, la esperanza y la memoria, el deseo y la nostalgia. La razón y la lógica anduvieron por otros caminos» (Dilexit nos, 63).

En este ensayo, presento una breve reflexión sobre el lugar y valor de la afectividad y de su compatibilidad y complementum de la razón, valiéndome para este fin de los principios tomistas.

Todo agente obra por un fin. Esta fórmula clásica del pensamiento aristotélico-tomista, de observación y experiencia universal, encierra un contenido del que se pueden extraer algunas enseñanzas a propósito del tema que nos ocupa.

El fin al que apunta o se ordena el agente o, más sencillamente, el fin al que se orienta el sujeto al actuar, ha de ser algo bueno para ese sujeto. Nadie se dirige o intenta algo si es que no lo considera, bajo algún aspecto, bueno para sí. Dicho esto, se desprende que el fin de una acción es, desde la perspectiva interior del sujeto, un bien. Clásicamente se dice que bien y fin son convertibles. Por eso, lo que se predica de un fin es asimismo predicable de un bien, y viceversa.

Pero, ¿cómo es que el bien ejerce su influjo para transformarse en fin de una acción? La respuesta clásica es que el bien mueve por atracción, suscitando complacencia en el sujeto. Todos experimentamos el atractivo por aquello que nos agrada. El afecto de atracción nace de la complacencia –sensible o espiritual– en el objeto; la atracción es una tendencia afectiva, una tendencia sentida que nace en el apetito sensible o en el apetito espiritual o voluntad ante un bien. Este afecto, primer movimiento del apetito –sea el sensible o el espiritual– ante un objeto, es el amor al bien en cuestión; es la dimensión afectiva con que este resuena en el sujeto, haciendo que el objeto se presente como más o menos importante, relevante o significativo a sus ojos. El objeto entra así en el horizonte existencial del sujeto por la vía de la experiencia amorosa que suscita en alguno de sus apetitos. Sin esa resonancia, la cosa sentida o inteligida resulta irrelevante para el sujeto, no le despertará interés alguno; difícilmente incluso capte su atención.

Retomando la fórmula con que iniciamos estas reflexiones, no diremos ya que todo agente obra por un fin, sino que todo agente obra por un amor, y entendamos aquí por ‘amor’ al amor afectivo, es decir, la complacencia en el objeto, la presencia afectiva del objeto en el sujeto, la experiencia y resonancia que el objeto suscita en alguno o ambos apetitos del sujeto, en contraposición al amor efectivo, es decir, el consentimiento, los medios y la conducta con que procuramos el bien que nos complace. Tenemos, por tanto, que el contenido de una acción –y por extensión, el de un plan, proyecto, sueño, o como quiera que se le llame– es el de un objeto amado afectivamente que interpelándonos, principia y sostiene aquella acción. Sin ese afecto, nada se iniciaría. Cuando ese amor inicial, amor inaugural, que experimentamos en nosotros como un sueño o un proyecto, es consentido, se transforma en el principio y fundamento de todo el despliegue de acciones que realizamos en orden a su prosecución y consumación. Es aquel amor afectivo el que en última instancia respalda y sostiene el interés del sujeto por su empresa, el interés en secundar y alcanzar aquel bien. Este es el lugar y valor del afecto.

Una segunda arista del valor y lugar de la afectividad, consiste en el hecho de que el afecto de complacencia es el momento de la identificación del sujeto con el objeto por el amor. Es el momento interior en el que se personalizan las acciones, los sueños, los proyectos, las ideas. Las acciones serían mías, no solo porque las realizo libremente, sino porque resuenan afectivamente –amorosamente– en mí, en virtud de la coaptación entre mi apetito y el objeto, naciendo así una identidad entre lo que soy y lo que amo: “Soy lo que amo”, se ha dicho mil veces y de diversas formas. 

De este modo, si un afecto/amor inicial es consentido y asumido, se constituye en una conducta libre y significativa para el sujeto. Una conducta sin ese amor afectivo inicial, es vacía, hueca, sin sentido, valor ni importancia personal; sería como lanzarse a una empresa con la que el sujeto no se identifica. Por otra parte, un afecto que no se despliega se ahoga y extingue. Restar valor a los afectos –propios o ajenos– es ahogar aquello que da significado y sentido personal al libre consentimiento. Contrario sensu, una conducta íntegramente personal se constituye con un amor afectivo a un objeto, y el consentimiento y los medios para la consecución de ese amor.

Cuando nuestra conducta no es signo del afecto por el fin de la conducta declarada, necesariamente ha de ser respuesta a otro amor no declarado y, quizás, poco conocido y madurado por el propio sujeto. En esta situación, corremos el riesgo de desconocer o confundir el verdadero afecto que nos mueve, y con ello desconocernos a nosotros mismos. Ciertamente podríamos justificar con razones intelectuales y abstractas nuestra conducta, pero sin aquella complacencia, nuestra acción adolecería de esa dimensión que en una sana psicología se denomina motivación intrínseca; motivación que, en definitiva, es signo de nuestra identidad. Un sujeto cuya conducta no responda a motivaciones intrínsecas, es decir, que no proceda de una satisfacción íntima, amorosa, del afecto al objeto/fin al que apunta, resulta árida para el sujeto que la realiza por serle irrelevante. Por lo mismo, el agente puede ser percibido por un observador externo como alguien descomprometido, que meramente cumple, “funciona”, pero que no resuena con lo que hace ni termina por hacerlo bien, y ello, porque, sencillamente, no es lo suyo.

Si, por ejemplo, elijo voluntariamente realizar una acción por motivos extrínsecos: porque me dijeron que era buena, o porque el ambiente en el que vivo funciona de acuerdo con ciertas normas, o porque es el modo de adaptarse a alguna circunstancia, o porque creo que el mero hecho de repetirla materialmente me va a edificar, o por cualquier otra motivación que no sea intrínseca –es decir, no la elijo por su valor para mí, ni me ha afectado ni atraído subjetivamente– al realizarla externamente, estoy haciendo cualquier otra cosa salvo lo que aparece a ojos de terceros.

 Una consecuencia perjudicial de lo que venimos arguyendo se observa en la errada aplicación ascética de la conocida sentencia evangélica “niégate a ti mismo” (Mt 16, 24). Esta enseñanza no puede significar “no ames” el bien que quieres realizar, ni siquiera significa in recto “no sientas” el bien que quieres realizar. La sentencia no apunta a anular la dotación natural con la que cuenta el hombre –dotación dada por el Creador– para elaborar una conducta con significado y valor personal, ejercida libremente. Si así fuera, el sujeto no podría edificarse ni perfeccionarse, tan solo viviría como un impostor, “como si” fuera virtuoso, “como si” respondiera a sus deberes, “como si” viviera su vocación. La sentencia no puede negar el amor inicial que principia toda conducta; se la ha de entender, más bien, como un “niégate a tus amores desordenados”, no a los ordenados. De lo contrario, no podríamos complacer al Señor en aquello en que Él se place: “el Señor ama a quien da con alegría” (2 Cor 9, 7). ¿Cómo podríamos alegrarnos al dar, si no amamos ese acto de donación, si tal acto no fuera la consumación gozosa de ningún amor? Por tanto, desde una sana antropología, las dos sentencias bíblicas citadas no se contradicen, más bien se evidencia la coherencia y unidad radical entre ambas, incluso tras una primera impresión de contradicción. Bien podemos decir, gracias a Dios sentimos, y que bueno que así sea.

Otra grave consecuencia que se sigue de desestimar la dimensión afectiva de la acción es que la persona no podrá adquirir virtud alguna por mucho que repita materialmente los actos respectivos. Ello es así porque en este caso el acto no responde a la inclinación propia de la forma del bien impresa en el apetito, el acto no es signo de la conformación del apetito a la forma del objeto (las conocidas inmutatio, adaequatio, complacentia, inclinatio) y por tanto, la mera repetición de actos no será la operación consiguiente a dicha forma, por lo cual la conducta visible no será el cultivo de aquel amor y, en consecuencia, no se desarrollará la virtud correspondiente. Por el contrario, la virtud se adquiere cuando el acto que libremente se repite es signo del consentimiento al amor afectivo inicial, siendo este a su vez signo de que el objeto ha impreso su forma en el apetito, inclinándolo a él. Por ello, el acto virtuoso es gozoso, porque por medio suyo se alcanza el bien afectivamente amado. Sin aquel amor inicial, solo se darían actos externos correctos, pero áridos e impuestos, realizados por algún otro amor que no dice relación con el objeto de la virtud que se cree estar cultivando, y por ello, ni edifican al sujeto ni este crece en la virtud practicada. En estos casos, la conducta repetida por mera costumbre no es una práctica moralmente perfectiva. Esta importancia y precedencia del amor a la conducta, bien nos la recuerda san Agustín:

«¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?». Y responde: «Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos» (Cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 22).

La composición de afecto inicial y consentimiento libre constituye, por tanto, la dotación natural e integral de la conducta humana. Así, tenemos que, por un lado, una conducta no consentida es violencia para el sujeto; y por otro, que una conducta que no está preñada de afecto personal resulta insignificante para él, y de instalarse aquella conducta como un modus vivendi, el sujeto acabará enfermo, si es que ya no lo está. 

Ciertamente, podríamos considerar una infinitud de otros aspectos: la rectitud del amor inicial en cuestión, si es un amor puramente sensible o un amor espiritual, la rectitud de los medios, qué hacer cuando no sentimos el afecto, y otras tantas importantes cuestiones. Lo que en esta exposición queremos plantear es, por un lado, cuál es la estructura y composición antropológica de la conducta personal, más allá de que sea buena o mala moralmente; por otro, algunas de las consecuencias perjudiciales que se originan cuando no se respetan o consideran las condiciones de una sana estructuración y composición de la misma.

¡Cuántas veces hemos escuchado que “el amor es una decisión”! Sin duda lo es, pero se trata de una decisión acerca de un objeto que no solo considero intelectualmente como un bien, sino que también me ha afectado, que se me ha presentado como conveniente, valioso y significativo para mí, suscitando la consiguiente conmoción afectiva y transformándose así en un objeto que me interpela afectivamente por su atractivo.

La experiencia clínica muestra que el descrédito o desatención de dicha vivencia amorosa transforma las elecciones y finalmente la misma vida en algo ajeno al sujeto, puesto que este no está eligiendo un objeto amado, sino realizando conductas externas como si optara por dicho objeto, pero internamente dirigiéndose por otro amor a otra cosa: quien así decida, tarde o temprano se sentirá ajeno y extraño a su propia vida. “He ido por la vida tomando decisiones, desconociéndome a mi mismo” declaraba una paciente que no terminaba de saber ni madurar qué hacer con su vida. Necesitamos, al menos inicialmente, sentir aquello en lo que nos vamos a embarcar, aquello acerca del cual hemos de decidir, y esto es así porque nuestra vida está donde están nuestros amores. “Cada quien es tal cual es su amor” decía san Agustín (Trat. 1° carta a s. Juan 2,14).

Esta unidad antropológica entre afecto y consentimiento, que se traduce en última instancia en la unidad entre corazón y comportamiento, e incluso entre corazón y vida, ha sido destacada innumerables veces por los autores cristianos. San Agustín, por ejemplo, lo señala cuando afirma:

Si algunos tienen a gala no verse exaltados o excitados, ni dominados o doblegados por sentimiento alguno, en lugar de obtener la serenidad verdadera, pierden toda la humanidad. Porque no se es recto por ser duro, ni se alcanza un estado de ánimo perfecto por ser insensible (De civitate Dei, IX, 6). 

En la misma línea, Juan Pablo II, en su primera encíclica, Redemptor hominis, señala:

El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente (n. 10). 

 Más recientemente, Benedicto XIV lo reafirma en Deus caritas est:

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. (Deus caritas est, 1).

Toda dicotomía o contraposición entre razón y afecto corre el riesgo de dañar al sujeto. Está tan enfermo un hombre sin afectos como un hombre sin razón. Ambos, razón y afectos, pertenecen a la dotación natural de la conducta humana con la que cuenta el hombre para vivir íntegramente.

 Concluyamos, por tanto, que la contraposición entre amor afectivo (complacencia en el objeto, presencia afectiva del objeto en el sujeto) y amor efectivo (consentimiento, medios y conducta) es, desde un punto de vista antropológico, gravemente errada y psicológicamente nociva. Ambos amores se reclaman mutuamente para constituir una acción antropológicamente integral; toda vez que razón y afecto se distancian y excluyen, lo único que se logra es que ambos enfermen: razón sin afectos lleva a la despersonalización; afecto sin razón al desorden moral.

Para finalizar, solo destacar que, tras lo expuesto, queda abierto el desafío de la integración como una tarea impostergable para cada uno de nosotros. A modo de orientación y camino en orden a este cometido, proponemos una indicación y consejo del papa Francisco en un discurso en la Pontificia Universidad Católica durante su visita a Chile (17/01/2018):

Es necesario enseñar a pensar lo que se siente y se hace, a sentir lo que se piensa y se hace, a hacer lo que se piensa y se siente.

Dr. Pablo Verdier M.

Médico-psiquiatra

Presidente APSIP

Citación: Verdier, P. (2024, Noviembre 25). El lugar y valor de la afectividad en la vida humana [Asociación de Psicología Integral de la Persona].

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